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Del Editor

domingo, 8 de junio de 2008

Demente común
No podemos asegurarnos un futuro como nación (en el caso de que la seamos) si es que nuestro proyecto a largo plazo se basa en el estado de ánimo de nuestros vecinos. El Perú más que nunca ha demostrado ser un país cuyo reflejo es una cordillera: tenemos picos notables y a la vez mesetas truncas y chatas. Que la economía está repuntando hasta volvernos un foco de inversión importante. ¡Qué bien! Que nuestros profesores sufran para obtener catorce en un examen de evaluación. ¡Dónde estamos!

Actualmente, y no me voy a explayar mucho en esto, atravesamos un momento en el que no sólo los medios nos muestran una realidad crítica, sino que día a día la vivimos. El mundo entero, y esto no debería ser un pretexto, vive crisis en el aspecto social, ecológico e intersocial. Parece que el desarrollo económico de las naciones es el único aval (para algunos, el único importante) de lo que se llama progreso global. Disloques migratorios en Europa, escasez de alimentos en las zonas periféricas del mundo (y de las metrópolis del mundo), casquetes polares amenazados, y una educación desnutrida, eso también somos.

En el Perú enfrentamos ello en medio de, sobre todo (y como una eterna letanía), la ineptitud. Desde el diario que informa mediocremente, hasta el parlamentario que no sabe sustentar sus acciones (qué le costaba a Miró Ruiz ampararse en aquella milenaria costumbre andina de tiempos de hambruna que privilegia a los animales de chacra frente, incluso, a la prole. Al menos hubiera sido un acto de identificación más decente que la batahola formada en torno al pobre Matías), es todo ello lo que nos vuelve inoperantes.

Pero por otro lado contamos con periodistas serios (que no venden, porque acá se cree que el sensacionalismo y los comentarios frontales – salvo que sean de Aldo Mariátegui – no le importan a la gente) y diplomáticos respetables (lastimosamente todos muertos o con poco apoyo político). Entonces, en qué reside nuestra desgracia. En que no somos un conjunto integrado de personas en sociedad. En que mientras se gobierne y se reclame en favor de unos pocos. En que el talento se fugue porque para hacerla aquí hay que ser albañil u obrero. En que el racismo se camufla en estereotipos de marroncitos víctimas y blanquitos redentores. En que las buenas ideas se destrozan igual que las pésimas. En que no confiamos en nadie, porque – valgan verdades – nadie es confiable. En que importa más mejorar avenidas que cuidar un patrimonio histórico (porque nuestra currícula pedagógica y familiar no enseña a respetar eso).

Mientras los recursos naturales se encuentran en el ojo de la tormenta y aquí los podemos explotar sosteniblemente, nosotros nos dedicamos a talar selvas innecesariamente y en venderle gas a gente que se podría enojar y dejarnos sin plata. Este texto ha sido desordenado y desarticulado pensando en el cerebro de nuestros gobernantes, aquellos que rinden homenaje a la papa y le pagan una miseria a los agricultores; pero también – y sin ofender – pensando en aquellos agricultores que no entienden que para mejorar hay que cambiar y no sólo reclamar. Pensando en la alegría confusa de Luis Horna y en la tristeza más confusa aún e igual de importante (según nosotros los periodistas) de Susy Díaz.

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